Hoy me encontré leyendo la versión digital del periódico El Tiempo un divertido y cierto artículo escrito por el periodista Juan Gossaín, además, incluyo un video que está siendo visto por muchos en las redes sociales. Ambos, sobre la cambiante forma de nuestro idioma español.
Solo han pasado diez años desde los tiempos en que mi hija Isabella usaba la palabra chévere para referirse a cualquier cosa que le gustara. La pronunciaba, eso sí, con un silbido de serpiente anglosajona que a ella le parecía elegante: 'shévere'.
A la hora menos pensada la palabrita desapareció porque era cosa de viejos. Mi amigo Lejandro, que está en el último curso de bachillerato, y carga bajo el brazo la libreta electrónica en lugar del cuaderno, me manda una nota desde su computadora: “Sería kiut que me enviaras el video para subirlo a la cloud y las fotos en streaming. Nos chateamos por el BB”.
Sentí que la cabeza me daba vueltas. Estuve a punto de encomendarme a la Virgen del Carmen. De toda esa retahíla solo entendí la palabra foto. El Yiyi, mi nieto, me hizo la caridad de traducir semejante galimatías y me explicó, con un aire de compasión, que BB no es Belisario Betancur, como yo estaba pensando, ni la hermosa Brigitte Bardot de mis fantasías moceriles, sino la sigla de unos celulares que vienen equipados con máquina de retratar, baño portátil, cepillo de dientes, cocina y garaje. Son tan útiles que sirven hasta para llamar por teléfono.
Hace pocos años las señoras iban al gimnasio a hacer ejercicios. Ahora van al spa a hacer aerobics mientras oyen música crossover en el iPod. Qué chimba. Atrás quedó la época del walkman, que en un santiamén se volvió prehistórico, y no menciono la palabra longplay para ahorrarme más vergüenzas.
Son efectos inevitables y refrescantes de la globalización humana. Se trata, sin duda, de un idioma pasajero, una especie de vaso desechable que con los años, víctima de su propio invento, será sustituido por otro semejante. Una moda efímera, o light, como diría Lejandro. No hay razón para alarmarse por la sumatoria de quienes quieren tomarse el emprendimiento de todo la problemática. ¿Me captas?
Cocteles y regalos
El nuevo lenguaje también recibe aportes fundamentales que provienen de la vida social. Ya no hay reunioncita de pipiripao -qué terminacho tan boleta- que no se autodenomine coctel. Los invitados, adultos de grandes negocios, se reúnen para hablar de sus business mientras toman un drink y devoran un sushi.
La muerte, que está en el otro extremo de la fiesta, tampoco escapa a la muerte de su propio lenguaje. Antes, cuando alguien descansaba en paz, lo sepultaban en un ataúd, o, más modestamente todavía, en un humilde cajón. Ahora, con su remozado lenguaje chic, las empresas de entierros lo llaman cofre funerario. Menos distinguido es el tratamiento que le dan al cadáver: se le conoce como “el fiambre”.
Nadie está a salvo de este tsunami, palabra que le imprime un aire de caché al que la usa. En las oficinas públicas o privadas las secretarias están creando a diario su propio léxico, con la valiosa ayuda de la recepcionista y el mensajero. A propósito: no vuelva a decirle “mensajero” porque se puede ofender; su nuevo nombre es “ingeniero de comunicaciones”.
Uno de los aportes más curiosos a esta revolución del lenguaje colombiano ocurre cuando uno entra, accede o “accesa” a cualquier despacho y pregunta por el jefe.
-¿Me regala su nombre, por fa? -dice la secretaria.
-Y si se lo regalo -le respondí a una de ellas-, ¿cómo diablos me quedo llamando yo?
; outline-style: initial; outline-width: 0px; padding-bottom: 8px; padding-left: 0px; padding-right: 0px; padding-top: 8px; text-align: left; vertical-align: baseline;”>Estuvo a punto de ahorcarme por bruto. Si la comunicación es telefónica, además del nombre le pedirán que les regale la dirección, les regale su cédula, les regale el teléfono y les regale el nombre de la compañía donde trabaja. El asunto está tomando ya unas proporciones cómicas. Me llega por correo un documento que debo firmar. “En los lugares indicados”, dice la carta remisoria, “le rogamos entregar la huella”. Ya no sé qué será más grave: si regalarles mi nombre o entregarles mi huella.
Gallinas y verbos
Eso me recuerda que la peor entre todas las víctimas de este sancocho de lenguajes ha sido el verbo poner. Como acaban de comprobarlo, ha llegado la hora en que no le piden a uno que ponga su propia huella, sino que la entregue. Óscar Domínguez comenta, perplejo, que al verbo poner ya nadie le pone bolas ni en el salón de billares.
La desgracia comenzó el día en que alguna señora remilgada se atrevió a repetir, sin saberlo, un infortunado proverbio que los catalanes habían hecho célebre desde el siglo XIX: solo las gallinas ponen. La otra tarde le oí decir a una cocinera que, por haberlas dejado fuera de la caja, las galletas de soda, a las que ella les dice crackers, se colocaron rancias.
Me hicieron una generosa invitación recientemente. (Paréntesis: a los colombianos les ha dado por decir recién, copiando a los futbolistas argentinos.) Se trataba de una conversación, que hoy llaman conversatorio, con Daniel Samper Pizano en el Festival de Literatura. Confieso que hubo un momento en que no supe si lo que estábamos presentando era una ponencia o una coloquencia.
Emoticones y abreviaturas
El nuevo lenguaje comienza a devorarse a sí mismo, como ciertos monstruos de la mitología griega. En estos días las letras ya no se usan para escribir palabras, sino abreviaturas. Es la parábola del alacrán que termina por morder su propia cola envenenada.
Los adolescentes electrónicos han reducido el pronombre relativo 'que' a una mísera k, de manera que las seis letras de porque se comprimen en 'xk'. Como si fuera poco, hace su entrada triunfal el lenguaje de las figuritas. Se las conoce como emoticones: íconos de las emociones. Ya nadie dice símbolos sino íconos.
Mi parce Lejandro se despide diciendo que me desea (::). Pensé que se había equivocado de teclas. Y, con el mismo fervor de Einstein cuando logró desintegrar un átomo, me anuncia que este año saldrá al mercado el blue ray con player. Que Dios nos coja confesados.
En estos tiempos frenéticos hay palabras que anochecen pero no amanecen. El vocabulario coloquial de los colombianos se transforma con una rapidez que marea a cualquiera. Es natural que eso ocurra: cuando cambian las costumbres, las palabras cambian en los salones de clase, en la discoteca de los sábados, en las páginas de las redes sociales, en las oficinas, en las busetas. “Por fortuna”, anota Pacho Celis, un periodista que escribe diccionarios, “porque si no fuera así estaríamos hablando en sánscrito”.
Lo que pasa es que, tercos como siempre hemos sido, los viejos nos negamos a aceptar que el lenguaje de los muchachos es un órgano palpitante que se renueva todos los días, de forma que no ha terminado uno de aprenderse seis palabras cuando desaparecen ocho. Esa misma flexibilidad le ha permitido al inglés convertirse en el idioma universal.
Entro a un restaurante. Se acerca un señor atildado que lleva una cucharita de plata al cuello. La mesera me dice con rimbombancia que se trata del sommelier. En mis tiempos lo llamaban catador de vinos. Y empiezo a dudar de nuevo. ¿Sommelier no es un soporte para poner el colchón? El señor de la cucharita debe ser un somier. ¿O es al revés? Sospecho que me estoy volviendo loco. Mejor me abro del parche.
JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO
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